36 horas sin dormir
Las luces aparecían tímidamente a mis pies, su densidad y su tamaño aumentaban momento a momento. Mi excitación aumentaba. ¿Qué hora será allí abajo? Temprano. El cinturón de seguridad impedía que mis ansias se expresaran más libremente, allí abajo estaba ¡Europa!, ¡sí, mi deseada Europa!. Ibamos a aterrizar en Londres, ¡yo en Inglaterra!. ¿Era Europa? En ese momento me pareció que sí. Era tanto la madrugada en Buenos Aires como en Londres. El largo vuelo había sido una mezcla de excitación ante el destino y de temores ante el entorno. Entre una cosa y otra, no pude pegar un ojo. Las películas tampoco ayudaron. “Independence Day” con decenas de aviones estrellándose y “Twister” con miles de objetos volando no ayudaban a mi tradicional miedo al avión. ¿Cuántas horas ya despierto? No sé. Todavía quedaba en mi retina una imagen vista a través de la ventanilla del avión, que para mí hasta el día de hoy era Copacabana. ¿Qué extraña ruta aérea había llevado a llevar esa camino al piloto que comandaba el impecable vuelo de British Airways? No sé. Y menos sé porque viró a la izquierda después de avisorar esa maravillosa ciudad. Luego fue el verde amazónico hasta las luces de los alrededores de Heathrow. ¿Seguro que es Inglaterra? No sé. Todavía me parece un sueño.
Años de estudio de inglés me parecieron en vano. Una amable empleada de British Airways nos esperaba al final de la manga para indicarnos la dirección a seguir, su inglés fue demasiado para mí, la decepción fue enorme. El gigantesco aeropuerto, que nos parecía más grande al estar vacío, recién comenzaba a cobrar vida a la hora de nuestro arribo. Una corta escala hicimos antes de abordar un ultramoderno Boeing 777 que nos conduciría a París. La decepción seguía in-crescendo: el piloto habló a los pasajeros, en ese mismo inglés aspirando consonantes que según me dijeron después se llama cockney y es el dialecto de Londres. No entendí absolutamente nada. Miré a mi izquierda y una imperturbable inglesa seguía leyendo, sin inmutarse, su diario. Le pregunté que había dicho el capitán, y muy amablemente me contestó que por niebla en París, el vuelo se demoraba aproximadamente una hora. La respuesta me alegró, no por la demora, sino porque le había entendido. Mis años de inglés comenzaban a rendir sus frutos.
¡El cruce del Canal de la Mancha! Tantos años mirándolo en los mapas, tantos años leyendo de épicas batalla aéreas entre la Luftwaffe y la R.A.F. y ahora lo vería en vivo y en directo. Wrong. Densas nubes nos acompañaron todo el viaje. Ya habrá otra oportunidad.
Francia. Años de prejuicios volvieron a mi mente al ver la pista del Aeropuerto Charles de Gaulle emerger de una densa neblina. En Francia y llegando desde Inglaterra, mi odiado enemigo en Malvinas. Todo un desafío.
Fríos empleados aduaneros no nos demoraron mucho, ni siquiera prestaron atención a nuestro tímido agradecimiento. Me acordaba de la Torre de Babel: personas de diferentes razas, religiones, vestimentas y hasta olores se entremezclaban en esa fría mole de cemento armado. Líneas aéreas de nombres desconocidos aparecían ante nuestra vista. A partir de este momento, mi esposa era mi guía. Más allá de los universales “oui” y “merci”, mi francés se limitaba a un “je t’aime” que recordaba de calcos pegados en vidrios de Peugeots porteños. Con los años y los viajes incluiría en mi repertorio una veintena de palabras de cortesía que harían mi estada en Francia menos difícil.
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Paris |
La ciudad comenzaba a dejar paso a una campiña helada en ese frío diciembre. Mi esposa comenzaba a dormirse bajo la monotonía del viaje en tren. Mis ojos parecían abrirse más a cada momento mientras degustaba mi primera baguette parisina. El viaje había comenzado puntualmente, extrañamente el tren iba semi vacío. Nosotros viajabamos cómodamente en segunda clase. Nuestro billete era de primera, pero al ver que cada vagón tenía un destino diferente, nos subimos al primero que decía “Muenchen”. Menos cómodos pero seguros de llegar.
Comenzó a anochecer cuando el tren llegó a su primera parada: Nancy, la capital de Lorena. La estación me pareció pueblerina y pequeña – no por eso desagradable - , contrastando con el tamaño de la siguiente parada, Estrasburgo, al capital de Alsacia. Alsacia y Lorena venían a mi memoria como tierras causantes de eternas disputas entre franceses y alemanes. Años después no tuve dudas con respecto a Alsacia. Durante la monarquía, los alsacianos eran llamados en Francia “los alemanes del Rey”, mis visitan lo corroboraron. De repente, el cruce del Rhin. Estábamos en Alemania. Se lo dije a mi esposa con emoción e incredulidad. Unos universales “tickets” y “passport please” me devolvieron a la realidad. Habíamos cruzado la frontera y tantos los empleados del ferrocarril alemán como su personal aduanero cumplían con su trabajo. Volví mentalmente al Rhin y recordaba viejas historias de la segunda guerra mundial. Recordaba la película “Patton”, con un oficial diciéndole al General Bradley “¡tenemos un puente intacto!”. ¿Sería el Rhin, sería ese puente, sería verdad?.
Las ciudades se sucedían una tras otra y el arribo a cada una de ellas coincidía con los horarios señalados en el itinerario impreso que nos habían entregado. En él leíamos que el viaje tenía nombre: EC 67 Maurice Ravel, sí, el del bolero. Kehl, Baden-Baden, Karlsruhe, Pforzheim, Stuttgart iban pasando anónima y continuamente hasta que al llegar a Ulm anoto en mi diario “¡Nieve!.
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Munich - Isartorplatz |
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