lunes, 11 de abril de 2011

Flema británica

Finalizando nuestro primer viaje a Europa, arribamos para una corta visita a Londres en enero de 1997. La misma no había sido prevista en nuestro cronograma original del viaje pero, debido a una muy buena oferta de British Airways, volamos a Paris via Londres, por lo que a la vuelta decidimos quedarnos una noche en la capital del Reino Unido.

Particularmente nunca había sentido acercamiento, aprecio ni admiración por el pueblo inglés como sí lo expresaba cotidianamente mi padre, con el fresco recuerdo de su primer empleo en una firma inglesa establecida en Buenos Aires llamada Agar Cross.
Londres - Heathrow Airport

Así fue que en el viaje de ida sólo estuvimos unas horas por la obligatoria escala para cambiar de avión en el inmenso aeropuerto de Heathrow -donde mi inglés fue insuficiente-, y al final de nuestro viaje arribamos a ese mismo lugar con el propósito de pasar un par de días en Londres. Desde el aeropuerto tomamos una línea de subte - llamado por los londinenses Underground y más familiarmente The Tube-. La misma nos depositaría en el centro de la ciudad luego de un cambio de líneas. Ya en el Underground, ví en nuestro mapa que las opciones para llegar a Picadilly eran un par. Les recuerdo que Londres no había estado casi nunca en mi mente, por lo cual Picadilly Circus era una de las únicas referencias que tenía, sin saber además bien que era. En mi cabeza estaba todavía fresco el recuerdo de la Guerra de Malvinas, por lo cual me sentía en la tierra de mis enemigos.
Londres - Picadilly Circus

Londres - Hotel Rochester
Sin poder determinar bien en que estación descender para realizar el transbordo, me acerqué a un hombre que leía plácidamente sentado su diario, transmitiéndole mi inquietud acerca de donde bajar. Su primer consejo fué muy importante y útil: si buscábamos alojamiento, el lugar indicado no era Picadilly sino la zona de Victoria Station para la cual también había un par de alternativas de transbordo. El amable inglés me recomendó hacerlo en Hammersmith por razones de seguridad, para inmediatamente preguntarme de donde éramos. Claro, mi inglés tarzánico delataba aún más nuestra condición de extranjeros no residentes. Estuve tentado a decir de Uruguay, como un conocido me relató una vez que hacía cuando tenía verguenza ajena de expresar su origen argentino en Europa luego de los desastres ocasionados por nuestros exiliados y emigrantes. Sin embargo, junté valor y le dije que éramos argentinos. Ante mi sorpresa, gratamente recordó sus visitas a nuestro país y a sus amigos argentinos que eran excelentes jugadores de polo. Llegando a Hammersmith, lo saludamos y le agradecimos nuevamente, descendiendo del Underground que si mal no recuerdo a 10 años de ese momento, en esa estación viajaba a nivel de superficie como un tren convencional. Abordamos la Green Line que nos llevó a Victoria Station, donde encontramos una oficina turística B&B que reservaba hoteles en la ciudad. Ante nuestra sorpresa, otro muy amable inglés hablando muy claramente por suerte para nosotros, nos comentó que durante enero, Londres estaba siempre vacío, por lo cual nos ofrecía un hotel de 4 estrellas llamado Rochester, ubicado cerca de la Catedral Católica de Westminster. El precio, un regalo en épocas de convertibilidad: 70 dólares. Nos miramos con mi esposa y entendimos que era un dorado broche final para nuestro viaje. Lo reservamos y nos dirigimos al mismo, que resultó ser una muy tradicional casa color marrón típicamente británica, con unas excelentes facilidades en la habitación que, está de mas decirlo, era lo más lujoso en lo cual nos habíamos alojado durante nuestro periplo europeo. Rápidamente dejamos los bolsos -la habitación no estuvo lista hasta que llegamos a la noche- y nos lanzamos a recorrer Londres. Ya había dejado atrás mis prejuicios y me disponía a disfrutarla.

¡Argentina! ¡Maradona!

 “¡Argentina!, ¡Maradona!”. La frase otra vez había surtido efecto y mi interlocutor había entendido que proveníamos de Argentina y no de Argelia. Padre e hijo nos acompañaron en el viaje en tren desde Venecia hasta Klagenfurt, la capital de Carintia, Austria, donde se bajaron. Pocos años después, tanto su lugar como su condición cobrarían notorierad: eran refugiados del Kosovo.

La antigua capital imperial era un misterio para nosotros porque íbamos sin conocer demasiado sobre ella, sólo nos habían avisado que el palacio Schonbrunn era un imperdible; y tuvieron razón.

Arribamos a la estación del Sur pasadas las 6:30 de la mañana, y allí mismo, plena noche aún, compramos boletos para el tranvía, que nos debería depositar cerca de otra estación, la del Oeste, desde donde emprenderíamos la búsqueda del alojamiento muy económico que extrajimos de la guía “Let’s Go Europe ” edición 1996. El amable vendedor del boleto nos dijo en perfecto inglés que bajáramos del tranvía en la décima parada. Así hicimos y a nuestra izquierda apareció Westbahnhof y a nuestra derecha una imponente avenida llamada Mariahilfer Strasse. Los primeros rayos de sol nos mostraban la magnificiencia de Viena.
Viena - Kunsthistorisches Museum

No fue fácil ubicar la calle con nuestro precario mapa, raro en un coleccionista. Un transeunte ataviado con un tradicional sombrero alpino, se apiadó de dos desorientados turistas y nos preguntó si necesitábamos ayuda, con avidez le respondimos afirmativamente, ante lo cual dijo un “follow me”. A las pocas cuadras nos depositó en nuestro destino, el hotel Hedwig Gally en la Arnsteingasse.
Atravesamos pesada puerta y nos dirigimos al primer piso. Un dura mujer entrada en años nos recibió y ante nuestra solicitud de alojamiento nos dijo en inglés con una fina vocecilla algo así como: “I’m terribly sorry, but I can’t book a room for only one night because...” El resto de la explicación no nos importaba, como supongo que tampoco le importó mi insulto en perfecto lunfardo porteño. Ahora teníamos un problema: donde alojarnos en la helada Viena. Comenzamos a recorrer las calles hasta que encontramos un pequeño hotel, donde varios jóvenes se encontraban desayunando. Nos atendió un hombre con modales femeninos quien amablemente nos explicó el porque de la falta de lugar en los hoteles. Es fin de año y la ciudad se llena con jóvenes que regresan a su casa a pasar Sylvester. Nos recomendó dirigirnos a la oficina de turismo sita cerca de la catedral, “Stephansdom” en el idioma local. Caminando por Mariahilfer Strasse, algo llamó mi atención en un callejón lleno de nieve a nuestra izquierda, un rojo cartel en un comercio: Sex Shop. Me detuve unos instantes y alcé mi vista. Sobre tan singular comercio, en el primer piso, se veía un cartelito que decía escuetamente “Pension”.

Viena - Pension Hargita
Fuimos, primer piso por escalera. Tras una muy moderna, pesada y segura puerta, nos atendió una correcta mujer. Ante nuestro pedido, nos empezó a recitar los mismos argumentos que la sargento del hotel anterior pero, de pronto, se apiadó de nosotros. Una muy bien calefaccionada habitación, con ducha y lavatorio pero sin inodoro, nos cobijó en ese helado día en la pensión Hargita de la calle Andreasgasse. La sra Füllop, húngara ella, fue recordada siempre por nosotros. Con los años, amigos nuestros fueron a dicha pensión enviados por nosotros y en algún fin de año, le enviamos una postal de la lejana Argentina como recuerdo de una pareja que nunca olvidará su amabilidad, descubierta por mi curiosidad ante el Sex Shop austríaco.

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El diario La Nación de Buenos Aires, publicó una reseña de esta nota en su edición del 4/10/2009, ubicable en la web http://www.lanacion.com.ar/1182116-vieneses-muy-amables

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